Siempre he considerado que traducir poesía es una de las tareas más arduas y desafiantes de un traductor. Sin embargo, un cliente me propuso traducir un poemario hace unos meses. ¡A mí, que siempre me había apasionado la poesía! Tras tantos años entre lecturas de Apollinaire, Baudelaire y Alberti, no pude evitar aceptar uno de los encargos con los que más he disfrutado dándole a la tecla.
Existen muchos artículos que insisten en las características con las que ha de contar el traductor de poemas, pero hoy no me voy a centrar en repetir lo que ya se ha dicho, sino en cómo me «enfrento» a los poemas. Cuando acepté el encargo, creo que había traducido algo similar en la carrera —la canción de unos dibujos animados— y no tenía ni la más remota idea de cómo tenía que hacerlo. Solo sabía que me apasionaba la idea de transmitir las palabras de un poeta a los lectores de otra lengua y que era capaz de ello. ¿Cómo se hacía eso? Ni idea. Así que, estimados lectores, os voy a contar cómo empecé a traducir poesía, algo que sigo haciendo hasta hoy. Esto no significa que sea la fórmula mágica para traducir poesía, pero me habría gustado que alguien me hubiese contado su experiencia en esta especialización.
En primer lugar, leo el poema varias veces. Una, dos e incluso tres veces. Si se trata de un poemario, leo unos cuantos para conocer la(s) temática(s) en la(s) que se suele inspirar el autor. Si os engatusa la poesía, os recomiendo que controléis el tiempo porque las horas se pasan volando.
Durante esta lectura, subrayo las palabras que me pueden dar problemas en la traducción para ir teniéndolas en mente.
En esta misma lectura, intento adivinar posibles rimas en la lengua meta y las voy apuntando conforme se me van ocurriendo. Según el tipo de texto y la inspiración del momento, hay veces en las que es más fácil que otras. Yo diría que en este punto entra mucho en juego la destreza y la creatividad lingüística del traductor. Por supuesto, no estamos igual de inspirados todos los días, pero este primer ejercicio me ayuda mucho a ir «despertando» la llama creativa.
Una vez que ya tengo una idea general de los temas, me pongo con la traducción del poema en cuestión. Para ello —y, curiosamente, solo cuando traduzco poesía—, me pongo música clásica de fondo. Debe ser música que transmita la misma sensación que el poema. Como curiosidad, os contaré que mi directora de tesis hizo un experimento en el que observó que los traductores traducían mejor textos tristes con música triste. Imagino que también funciona en mi caso porque, en el resto de textos que suelo traducir (traducción técnica, jurídica, médica y turística), la música me molesta más que otra cosa —independientemente del tipo que sea—.
Por otro lado y además de los diccionarios de las lenguas de trabajo, es más que conveniente tener un diccionario de sinónimos en la lengua meta. Aunque también suelo tenerlo en otros casos, en poesía ayuda mucho por la sencilla razón de que hay que lidiar con la musicalidad, las rimas y el número de sílabas. Cuantas más posibilidades tengamos, más fácil será.
Y ya ha llegado el momento de traducir. Gracias a los pasos previos, tengo ya mucho terreno ganado porque el ambiente (la música) me invita a meterme en la piel del poeta, he leído el poema unas cuantas veces y he detectado los pasajes problemáticos. Sin más dilación, me pongo a traducir el texto y, cuando me atasco en determinadas palabras, las busco en el diccionario de la lengua de origen. Después, la busco en el diccionario bilingüe. Y luego, la busco en el diccionario de la lengua meta, por si me pudiera ayudar con más contexto. Si veo que sigo sin encontrar una solución que me convenga —lo cual suele ser muy frecuente—, busco en el diccionario de sinónimos.
Si veo que hay versos que no me convencen, los subrayo para tenerlos en mente y sigo con la traducción para no atascarme demasiado.
Una vez que he terminado, vuelvo a leer la traducción entera —lectura durante la cual siempre se corrige algo— y dejo reposar el texto si el plazo lo permite.
No sé vosotros, pero suele ser cuando dejo reposar el texto cuando se me ocurren las ideas más brillantes. Por ello, os aconsejo que llevéis siempre papel y lápiz a mano porque la inspiración puede llegar en cualquier momento, ya sea en plena conversación o incluso cuando estéis en la ducha (he salido más de una vez para apuntar algo y luego volver a meterme en ella) o en la cama (sí, también me he levantado a las tres de la mañana para apuntar algo porque «se me había encendido la bombilla» y luego volver a acostarme).
Al retomar el texto ya a una hora decente, incluyo las notas que pueda tener pendientes y reviso la traducción antes de entregarla.
Por último, algunos me preguntan si existe una fórmula mágica que permita traducir esta tipología de texto. La respuesta es sencilla: no. Se consigue traducir bien leyendo mucho y escribiendo mucho. Y, como en los demás ámbitos, lo ideal es que se disfrute trabajando con ello. De lo contrario, resultará más difícil y tedioso, por lo que es probable que dicha «negatividad» —por llamarla de alguna manera— se respire en la traducción.